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Pan, aceite y azúcar

22 abril, 2010

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La guardería era de lo mejor. Toda la mañana (o tarde) jugando sin parar: el pajarito inglés, el pilla-pilla, el escondite, la búsqueda del tesoro, los dibujos, las piezas de construcción, los columpios… Mientras uno no se pusiera a molestar a los demás, no había otras normas que cumplir.

Bueno, una sí. Si querías salir al patio, te tenías que terminar el bocadillo primero. Con aquello no había concesiones. Ni «¡ay, me duele la tripa!», ni «ya no tengo hambre», ni bobadas. No te terminas el bocadillo, no sales a los columpios. Era una norma muy eficaz, hasta un crío de tres años captaba la idea al momento.

Y para hacer cumplir aquella norma a rajatabla, nadie como Cristina. La general Cristina. La tiránica general Cristina. No hacía concesiones ni a una linda niña de cinco años:

– Cristina, quiero agua… – le dije un día.
– ¡No, que ya bebiste antes!

– Cristina, tengo pipí… – le dije mientras estábamos en el patio.
– ¡Pues haber ido antes!

– Cristina, ¿me das tú el petit suisse? – le pedí una vez.
– ¡Cómetelo tú, que ya eres grandecita!

– Cristina…
– ¡¿Me quieres dejar tranquila?!

Vamos, un encanto de mujer… Menos mal que las otras chicas eran más majas.

Cierto día, como tantas otras veces, mi madre me llevó a la guardería en coche. Los niños de la guardería me recibieron tal como recibíamos a cada persona que llegaba: «¡Raqueeel, ta-ta-tá! ¡Raqueeel, ta-ta-tá!…». Si venía Carmen: «¡Carmeeen, ta-ta-tá! ¡Carmeeen, ta-ta-tá!…». Pero lo más fuerte era cuando pasaba el camión de la basura: «¡El camión de la basura, ta-ta-tá! ¡El camión de la basura, ta-ta-tá!…». Seguro que ningún empleado del servicio público de basuras se sentiría tan halagado como el que pasaba por nuestra calle.

Jugando con mis compañeros, las horas pasaban rápidas. Y llegó la hora del bocadillo, antes de que tocara salir al patio, a los columpios. Mi madre siempre me preparaba un delicioso bocadillo de pan tierno, con aceite y azúcar. Sí, unas de esas rarezas que sólo los niños pequeños se atreven a comer. Pero a mí me encantaba.

Me dispuse a darle un buen bocado a mi bocata, empecé a masticar y… ¡Puaghhhhhhh! ¡Qué asco! ¡¿Se puede saber qué le pasaba a mi bocadillo?! Estaba horrible. No sabía qué tenía, pero dulce no estaba. Tenía un sabor muy fuerte, y mi pobre paladar – acostumbrado a pastas y dulces – no podía con aquello. Pensé que algo del bocata debía estar podrido, por lo que todavía me dio más asco.

Mientras intentaba averiguar qué había salido mal, llegó la hora del patio. Todos salieron menos Cristina y yo:

– ¿Por qué no te has terminado el bocadillo, Raquel? – me preguntó.
– ¡Es que no puedo! A mi bocadillo le pasa algo raro… – intenté explicarle.
– Ay… ¿y qué le pasa al bocadillo? – me dijo de brazos cruzados.
– No lo sé, ¡está raro! – yo intentaba explicarme con el relativamente escaso vocabulario de una niña de cinco años.
– A ver… – Cristina cogió mi bocata y le dio un mordisco.
– Ñam, ñam, mmh… Pues a mí me parece que está bien.
– ¡¿Qué está bien?! ¡Pero si sabe muy mal!
– Pues yo no creo que le pase nada. Ya sabes que hasta que no te termines el bocadillo, no sales. – Me sentenció, implacable.
– Joooooooo…

Aquello me parecía imposible. Ese bocadillo estaba incomible. Pero a la ‘generala’ no le había afectado en absoluto. ¿Sería de otro planeta? Miré fijamente el bocadillo, haciendo acopio de mi fuerza de voluntad. Traté de darle otro bocado. No había manera. Mi lengua no me engañaba, aquello estaba horrible.

Miré hacia el patio a través de la reja que me separaba de los columpios. Todos estaban fuera menos yo. Una juez implacable me había condenado, y sin derecho a una llamada, ni a un abogado defensor y con una única prueba que había sido declarada inválida. Me parecía injusto, la única persona que decidía si me quedaba dentro o salía no me creía.

Con el dichoso bocadillo no hubo manera. Mientras lo sostenía en mi mano, miraba triste a mis amigos jugando y pasándoselo bien. Se me hizo una eternidad. Terminó la hora del patio y todavía seguía con el bocata en mano. Miré y remiré el pan y su contenido, pero no alcanzaba a comprender qué tenía.

Finalmente, después de la mañana más larga que había vivido hasta entonces, llegó mi abogada. ¡Mamá había venido a buscarme! Fui corriendo a pedirle explicaciones:

– ¡Mamá, mamá! ¡No me han dejado salir al patio! – le dije sollozando.
– ¿Y eso por qué, cariño? – me preguntó con ternura.
– ¡El bocadillo está raro! No sé que tiene…
– ¿Ah, sí? Qué extraño, déjame ver. – Cogió el bocadillo y lo probó. – ¡Ahí va! ¡¿Cómo ha podido pasar?! – Exclamó de golpe. – ¡En vez de echar azúcar, le he echado sal! Me debí confundir con los botes…
– ¡Jo, mamá! ¿Y por culpa de eso me han castigado?

El único problema no era la sal, sino que había echado ‘mucha’ sal. Al fin, había sido declarada inocente. Pero era demasiado tarde, me había visto obligada a cumplir la pena de cárcel. Tan joven y ya había aprendido como funciona a veces la justicia: «justos pagan por pecadores».

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14 comentarios leave one →
  1. Sandra permalink
    1 May, 2009 22:12

    Jajajaja… no veas, menos mal que he decidido no llevar a Daniela a la guardería!!! Y menos mal que en mi azucarero pone «azucar» y en mi salero, «sal».

  2. 2 May, 2009 14:36

    Jajajajajja, muy bien dicho! Y ya sabes, si tienes ideas para relato, estás invitada al blog. Si acaso, te puedes inscribir al wordpress o escribirme a uno de los mails: superzilniya@hotmail.com o ecologismoliterario@gmail.com

  3. 27 julio, 2009 12:17

    jaaa! Pero qué terrible que son las «Catis» ! El problema es que por gente como ella, que castiga cada error, una está demasiado atenta en no equivocarse: pues si le echas sal en vez de azúcar al bocadillo… es una mañana entera sin columpios! A los cinco años, una mañana entera es una eternidad.

    Me encantó el relato!

    • 28 julio, 2009 06:34

      Bueno, luego ya no fue tan mala, pero aquel día me fastidió tanto que he aprovechado el trauma para escribir un relato con moraleja… Al final resultó productivo y todo! XDDDDD

      Esto es parte del lema del blog, ¡reciclar experiencias de todo tipo para fomentar la creatividad! Me alegra que te gustase, ¡nos leemos!

    • 28 septiembre, 2010 08:57

      Ah, por cierto. Al principio puse Cati, pero en realidad se llamaba Cristina. Creo que el anonimato permanecerá igualmente. 😉

  4. Newowen permalink
    3 agosto, 2009 10:28

    XD Es genial! Por favor, no pierdas esa visión de las cosas, es realmente genial, la Zilniya de 5 años me ha recordado a la típica frase de Luis Piedrahita en sus monólogos.

    «-¡Es que yo me indigno!» XD
    me lo he pasado muy bien con este, y viva el lema de tu blog.

    • 3 agosto, 2009 11:03

      Muchas gracias, Newowen!!! 😀 Encantada de recibir tu comentario, me anima mucho! Voy a tener que buscar los monólogos de este Sr. Piedrahita… «¡Es que yo me indigno!». Me gusta!!

      Me alegra que te guste el punto de vista que pongo en mis relatos autobiográficos, de eso va el lema de esta sección «Oreja a la moraleja»!!!

  5. 22 abril, 2010 12:34

    Me ha encantado la historia!!!! Y contribuye bastante el que la hayas escrito maravillosamente bien.
    Besos

  6. 22 abril, 2010 12:42

    ¡Muchas gracias! Me esfuerzo por mejorar la forma de narrar mis historias, es algo que he aprendido de muchos de vosotros aquí en la red. ¡Besos!

    PD: Ya ves que corregí tu comment, don’t worry! 😉

  7. 5 May, 2010 02:48

    Te haré una confesión. Cuando era niño siempre deseé conscientemente ser adulto por las numerosas injusticias que se sufren por orden de los «generales».

    Sinceramente creo que los niños merecen ser escuchados incluso cuando son tremendamente imaginativos y parecen inventarse lo que cuentan.

    Son seres tan humanos o más que los adultos. Sólo les falta experiencia y quién sabe, alguna mutilación intelectual que nos concede la sociedad en que vivimos.

    Felicidades y un abrazo.

    Alejandro – Visto Al RevéS

  8. 5 May, 2010 07:50

    Me encantó. Todo el tiempo me preguntaba qué sucedía, qué le pasaba al bocadillo, la sal me sorprendió. Muchas felicidades. Hay que seguir poniéndole sal y azúcar, sazón, a las letras. Saludos.

  9. 5 May, 2010 07:51

    A Alejandro: Te comprendo perfectamente. Ese era mi deseo de niña, crecer para poder salir a la calle sin tener que tragarme algo que no me gustara. Pero cuando ya está uno crecido, se da cuenta de que existen algunos días amargos y hay que tragárselos.

    Los niños, aunque no tengan experiencia, tienen una sabiduría natural: la de ver las cosas sin prejuicios. Por eso me gusta escuchar a la niña que fui y descubro que era más observadora de lo que creía.

    Muchas gracias por tu comentario, me ha hecho reflexionar. Abrazos para ti también. 🙂

    A Tania: Mientras escribía el relato, recordaba perfectamente qué problema tenía el bocadillo, pero ahora que leo tu punto de vista, me doy cuenta de que he dado un puntito de misterio al cuento al no revelar qué le pasaba hasta el final. Gracias por hacérmelo notar. (Con un puntito de sal y otro de azúcar). 😉

  10. 27 septiembre, 2010 19:57

    Brutal!!!

    Además de sentirme identificado con la dulce niña de 5 añitos (ir al comedor era algo parecido XD) he sentido mucha lástima por ella.

    La moraleja? del final es tremendamente acertada. Pagan justos por pecadores?¿ NO las veces necesarias.

    Saludos desde La Guarida ———– Tomás Iliescu

    • 28 septiembre, 2010 09:00

      Como personas, compartimos puntos comunes. Las «pequeñas» injusticias, por ejemplo. 😛

      Saludos muy grandes, gracias por tus animosos comentarios. 😀

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